Maximiliano Basilio Cladakis
El último jueves los medios estuvieron muy atentos al encuentro entre Cristina Fernández y el arzobispo Bergoglio. Se habló de esto como algo de suma importancia, como algo de lo que dependía el destino de nuestra patria. Como todos saben, las relaciones que este gobierno y el anterior han mantenido con la Iglesia han sido, desde siempre, bastante ásperas. Incluso, más de una vez, esta se ha mostrado franca y abiertamente como opositora de ambos. Tanto así, que hace unos pocos años uno de sus eximios representantes dijo que habría que arrojar al rió a un ministro (seguro varios recordarán el hecho, de la misma manera en que recordarán que el Vaticano no realizó ninguna sanción sobre su representante). Y claro. Este gobierno habla de despenalizar el aborto, de dar educación sexual en los colegios, habla también de reducir los subsidios a las instituciones religiosas; a partir de la derogación de las leyes de “punto final y obediencia debida” impulsada por el anterior se llevó a juicio y se encarceló a uno de aquellos servidores de Dios que acompañaban a los otros servidores de Dios (los que se vestían de verde y, además de crucifijos, portaban fusiles) ¡Que horror! ¡Que blasfemia! Sin embargo, parece que ahora hay una esperanza. Este gobierno ha dejado un poco la soberbia de lado y se ha dignado a recibir al mencionado arzobispo. Se le hizo caso a los consejos del dirigente radical que recomendó “escuchar más a la Iglesia”. Aunque Cristina Fernández no se encarriló del todo ya que, a diferencia de otros mandatarios, no fue ella quien pidió la reunión sino que fue la institución que representa a Dios en la tierra la que, en un acto de humildad y benevolencia sin par, tuvo que hacerlo.
El encuentro, según unos, “fue muy cordial”, según otros, fue tan sólo “cordial”. Bergoglio le entregó a la presidenta un documento. En este aparecían varías críticas. Entre ellas, un reclamo por la desigualdad social que existe en nuestro país y una exigencia de apostar más al consenso y al diálogo. Realmente ver a los arzobispos preocupados por cuestiones de esta índole es algo conmovedor. Uno los imagina con aquellos lúgubres trajes negros, en hermosas catedrales repletas de oro, contemplando alguna imagen sacrosanta, rogándole a Dios, en un gesto de compasión sublime, por la pobreza que envuelve a nuestro país y porque se pueda consolidar una vida democrática que sea superadora de los mezquinos intereses partidarios, ideológicos y personales (intereses que este gobierno supuestamente se empecina en priorizar). Sí, sin lugar a dudas, es conmovedor. Tantos años aliados con las más sangrientas dictaduras que sacudieron el planeta: Hitler, Mussolini, Franco, Pinochet, “nuestro” Onganía y “nuestro” Videla. Tantos años intentando derrocar gobiernos que se preocupaban (y no sólo se preocupaban sino que, principalmente, se ocupaban) de las desigualdades sociales: Perón, Allende, Castro, hoy mismo Correa. Parece que no sólo el gobierno nacional tuvo una epifanía; sino que también la Iglesia, la Santísima Iglesia, tuvo algún tipo de revelación. Con todo, lo importante es que haya habido un acercamiento.
¿Por qué es tan importante que se acerquen la Iglesia y el Gobierno? Porque el Gobierno tiene que seguir los preceptos morales de la Iglesia. El acercamiento no es para que la presidenta aconseje al arzobispo (esto es obvio, la política no debe influir sobre las cuestiones celestiales), no es Cristina Fernández la que debe recomendarle como actuar a la Iglesia. Todo lo contrario. Es Bergoglio él que tiene que aconsejarla, y, ante estos consejos, nuestra presidenta tiene que obedecer ya que no son sólo consejos son también órdenes, órdenes emanadas del Cielo. La Iglesia, pues, no aconseja; la Iglesia al igual que Dios ordena ¿Cuál es el castigo por no obedecer? La posibilidad de perder gobernabilidad. Dios manda al Infierno; sus representantes hacen tambalear a los gobiernos; sean estos democráticos o no, sean legítimos o no (aunque a decir verdad, casi siempre hace tambalear a los legítimos).
Uno podría preguntarse cómo es esto posible. Por un lado, como es sabido, la Argentina tiene como culto oficial al catolicismo. Es por esto que parte de lo recaudado en los impuestos tiene como fin subvencionar colegios y universidades católicas y demás instituciones por el estilo en vez de sustentar obras públicas (que curioso que a los evangélicos se los suela acusar de “sacarle” plata a la gente, cuando, en todo caso, los que dan los diezmos y ofrendas sólo son los que concurren a sus templos, pero no se diga nada de como a través de los impuestos la Iglesia nos “saca” plata a todos nosotros, seamos o no católicos). Sin embargo, hay que tener en cuenta que en la misma Constitución se afirma la libertad de cultos (¿no suena esto a una contradicción?). Además hay algo que resulta más paradójico que todo eso: aunque resulte increíble, la Argentina es un Estado moderno. El Estado moderno se funda en la separación de la política y de la religión. El Estado moderno es laico. ¿Un Estado laico que tiene un culto oficial? Creo que no hay respuesta para este interrogante.
Así y todo, si bien la Argentina es un país católico, ser argentino no implica ser católico; no es obligatorio ser católico para ser ciudadano argentino. No todos somos católicos. Hay protestantes, ortodoxos, judíos, musulmanes. Incluso algunos somos ateos. Pues bien, Cristina Fernández es la presidenta de todos los argentinos. Fue elegida por medios constitucionales y legítimos para representarnos a todos. Es ella, aunque a muchos no les guste, la autoridad máxima de la Nación. Es la presidenta de todos los argentinos, por más que a muchos les moleste. Bergoglio sólo representa a los fieles católicos; y, ser católico (lo mismo que ser de cualquier otra religión) forma parte de la esfera privada de la vida. El que quiera rezarle a la Virgen, o a San Cayetano, o a Zeus, o a Odin, es libre de hacerlo. Que, en la esfera de lo privado, cada cual siga su conciencia. Pero los principios de una religión no pueden imponerse a quien no profesa esa religión. Está muy bien que Bergoglio les hable a sus fieles, siempre y cuando lo haga dentro del templo.
Pero no. La Iglesia está empecinada en seguir “metiéndose” en donde no le compete. Son incontables las veces en que Benedicto afirmó que Dios tiene que estar presente en la vida pública. Y sus palabras tienen eco en personajes autóctonos como Bergoglio. Tanto uno como otro “realizan” sus dichos. En la Argentina, la Iglesia se alía con el “campo”, con los represores, con “Lilita” (que ya realizó un exorcismo en el Congreso), con los sicarios del Imperio y sus intentos de ensuciar a los gobiernos de Fernández y de Chávez por el tema de la famosa valija. En Roma, desde su trono de oro, el Papa condena a los homosexuales, prohíbe el uso de preservativos, promueve aún más la discordia con el mundo árabe. Con respecto a los preservativos, vale decir que alrededor del cincuenta por ciento de la población africana es portadora del HIV; el número irá creciendo. El Vaticano será parte responsable de eso en tanto continúe (y de seguro continuará haciéndolo) proscribiendo el uso de ellos y negando la posibilidad de que se brinde una adecuada educación sexual.
Agustín es el fundador del catolicismo. Él sostenía que había dos ciudades: la Ciudad de Dios y la Ciudad del Diablo. La primera la conformaban los creyentes. Se trataba de la ciudad celestial, de los beatos y puros. La segunda era la de los no creyentes, la terrenal, la de las disputas políticas. La relación entre ambas era la de la oposición, una y otra eran opuestas, se enfrentaban pero no se mezclaban. Sería bueno que Benedicto, Bergoglio y todo su séquito hicieran caso de lo que decía el Santo de Hipona. Es decir, sería bueno que se mantuvieran en los límites de su Sagrada Ciudad y que nos dejen a nosotros en la nuestra. Sería bueno que nos dejen con nuestro propio Infierno y no que lo hagan aún más salvaje, como siempre lo hicieron y como, aún hoy, lo siguen haciendo.
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