29.9.08

17 de octubre: Verdad y Pueblo

Maximiliano Basilio Cladakis

Sartre sostenía que sólo a través de la mirada del más oprimido puede verse al mundo tal cual es. Lukacs decía algo similar cuando afirmaba que el saber social era posesión del proletariado en tanto este poseía el conocimiento real (y no sólo teórico sino también, y fundamentalmente, vivido) de la sociedad capitalista. El sujeto de la verdad, tanto para uno como para otro, es aquel que vive entre los excrementos del sistema, aquel que es explotado o excluido, aquel cuya vida es un transitar por entre la miseria y los despojos; las “cloacas” del capitalismo, en efecto, nos enseñan más sobre este que los lujos que produce. Estos lujos, a su vez, se asientan sobre dichas cloacas, sólo son realmente comprendidos a partir de ellas.

El 17 de octubre de 1945, en Argentina, el sujeto de la verdad, el portador del saber social, salió a las calles. El pueblo se hizo presente, podría decirse; sin embargo no fue cualquier pueblo. No se trataba del Gran Pueblo Argentino al que militares, terratenientes y sacerdotes les dedicaban loas en las canciones patrias. No se trataba tampoco de ese pueblo lleno de virtudes al que se dirigía Sarmiento en su Facundo y al que, luego de vencido Rosas, le augurara los más elevados y gloriosos destinos.

En efecto, Sarmiento consideraba (y no solamente él, sino también muchos de nuestros intelectuales, como Borges, Sábato, el mismo Ingenieros, incluso) a la Argentina como un país desgarrado entre dos fuerzas opuestas en constante pugna: la civilización y la barbarie. La primera estaba representada por los sectores cultos, refinados, europeos y blancos; mientras que la segunda lo estaba por los indígenas, los mestizos, los gauchos; lo propiamente “americano”, dirá el autor de Recuerdos de provincia. Estos últimos tuvieron un rol más que importante en las Guerras de Independencia. Las montoneras de Güemes y gran parte del Ejercito de Granaderos estaban compuestos por ellos. Algunos de los ideólogos de la Revolución, su ala jacobina para ser más precisos, pensaban un proyecto de nación en el cual estos sean tan partícipes como los mismos criollos. Sin embargo tales aspiraciones quedaron truncadas. Si bien tuvieron algún reconocimiento durante el gobierno de Rosas, tras la caída del Restaurador lo que les deparó a los “americanos” no fue otra cosa que la muerte, la miseria y la exclusión de los bienes del mundo civilizado.

Los “bárbaros”, pues, fueron la carne de cañón en la Guerra de la Triple Alianza (o, tal vez sea mejor llamarla como lo hizo nuestra presidenta no hace mucho, la Guerra de la Triple Traición), los exterminados por Roca durante la llamada “Conquista del Desierto”, los que fueron arrancados de sus hogares para ser obligados a servir como guardias de frontera, los recluidos a las regiones más recónditas del país para cosechar las tierras de aquellos que, triunfantes, se deleitaban con los bienes culturales provenientes de Europa a Buenos Aires mientras sus fortunas se acrecentaban a partir del cultivo de hectáreas infinitas, a partir del sudor, de la sangre, de la explotación de aquellos seres de piel oscura y ojos rasgados.

Se los relegó, dijimos, a los lugares más recónditos del país. Sin embargo, luego se produjeron las migraciones internas. Llegaron a Buenos Aires y en ese momento se los bautizó “cabecitas negras”, y pasaron del trabajo rural al trabajo en fábricas. Así y todo, su situación no cambió, la ciudad les ofreció lo mismo que el campo: jornadas interminables de trabajo insalubre, viviendas miserables, ausencia de derechos sociales, ni seguridad en la educación ni seguridad en la salud. Hacinamiento, hambre, pobreza, enfermedad, niños trabajando dieciséis horas diarias; los “bárbaros” sostenían con sus cuerpos, con sus vidas, el avance de la civilización que pasaba sobre ellos como una locomotora sobre los rieles.

En ese contexto, Perón, desde su Secretaria del Trabajo, fue el único que, teniendo un puesto dentro del gobierno, comenzó a ocuparse de ellos. El establishment disertaba los destinos del país sin tener en cuenta a la gran masa que vivía en condiciones absolutamente infrahumanas. Tras el fracaso del yrigoyenismo, el Estado no representaba sino a la tradicional clase dirigente de nuestro país, es decir, a la oligarquía. Los motivos que guiaban a Perón son lo de menos. Pudo haber sido el afán de acumulación de poder, un intento de frenar una posible y futura revolución, una “buena” conciencia que sólo deseaba que los pobres no vivieran en una miseria tan absoluta. Pudo haber sido cualquiera de estas razones como así también cualquiera otra. Sin embargo, en política (y en ética también) lo que importa son los actos, su realización en la historia, no los móviles de quienes los realizan. Lo cierto, lo indudable es que Perón ofrecía a ese pueblo, al Pueblo Bastardo, obras sociales, jubilaciones, hospitales, y un conjunto de mejoras hasta entonces inexistentes. Sin lugar a dudas, él no fue el primero en plantear estas políticas; por el contrario, socialistas, anarquistas y comunistas llevaban décadas luchando por el mejoramiento de la vida obrera. A ellos, también “bárbaros” (porqué si bien eran blancos y europeos no poseían ni abolengos ni dobles apellidos, ni eran propietarios sino unos simples desterrados, la mera escoria de Europa), la elite gobernante no los tenía en cuenta salvo para reprimir sus huelgas, para castigar sus intentos de dignificación de la vida humana. Lo que hace Perón es volver efectivas muchas de las propuestas planteadas por estos sectores.

El pueblo encontró a alguien que ocupaba un lugar de poder y que en vez de acrecentar su miseria, los dignificaba. Sin embargo, así como estos vieron en Perón un “amigo”, la oligarquía vio un “enemigo”, un enemigo poderoso y terrible. En torno de sí hizo convergir a la clase media (cosa más que habitual en nuestra historia), a ciertos sectores del empresariado nacional y a varios partidos políticos temerosos de verse vergonzosamente derrotados en una elección si llegasen a rivalizar con el Coronel del Pueblo. Finalmente esta alianza terminó por deponer a Perón de su puesto en la Secretaria del Trabajo enviándolo a la Isla Martín García a modo de prisionero. Fue entonces, que el Pueblo salió a la calle.

La ciudad se vio “invadida” por millares de obreros. No fue la primera movilización realizada por trabajadores, pero sí la más grande. Las masas recorrieron como marejadas el centro porteño bajo la mirada atónita de los citadinos. La barbarie había llegado, irrumpido en la civilización. La barbarie mostró “su” verdad, verdad que era, a su vez, la verdad de la sociedad en su totalidad. Marx sostenía que la verdad era praxis y el acto realizado por las masas proletarias el 17 de octubre era la manifestación pura de la verdad. Aquellos “cabecitas” de piel marrón, con acento extraño, cuyas bocas en muchos casos se encontraban ausentes de dientes, con sus pelos duros y grasos, con una historia plagada de miserias cargando sobre sus espaldas, revelaron una verdad que nadie quería ver. Incluso muchos socialistas que en las teorías desgarraban sus vestiduras en defensa de los oprimidos se escandalizaron al ver la opresión hecha carne, allí, frente a sus ojos. Marechal en una de sus agudas ironías, hablando del giro de un importante escritor hacia la cultura oligarca, dijo que a este lo “había asustado el 17 de octubre”. Sin lugar a dudas esto podría aplicarse a muchos sectores supuestamente de izquierda o progresistas que al contemplar la “negritud” decidieron aliarse con la oligarquía.

No es difícil imaginar la forma en que por la mente de todos aquellos azorados espectadores la idea de que la civilización había llegado a su fin resplandecía como una posibilidad demasiada cercana. Y, para ser sinceros, algo de eso hubo. Se derrumbaba un orden, una visión del mundo, desde las entrañas mismas de la tierra, emergía una nueva Argentina que no era la de las grandes familias. La verdad entraba en escena en una sociedad caracterizada por la mentira.

Artigas dijo: “con la verdad no temo ni ofendo”. Tal vez sea cierto, tal vez la verdad no ofenda y otorgue valor a quien la manifiesta. Sin embargo, sí hace temer. La verdad es el pueblo y cuando este (hablando en términos heideggerianos) se “devela en su autenticidad”, las oligarquías, las eternas clases medias en su eterno afán de ascenso social y el imperialismo se echan a temblar. Pasó en Argentina en 1945, pero también hoy pasa, y no sólo en nuestro país sino también en casi toda Latinoamérica. El temor de los cívicos ante Evo, el de los estudiantes ante Chávez, el de la Iglesia frente a Correa y el de los productores agropecuarios ante Cristina Fernández, son claras muestras de ello. Gobiernos populares, del pueblo, que son el horror de las elites y sus sicarios.

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